Muchas veces escuché hablar de “amores maduros” y siempre lo relacioné con que ese amor que se vive cuando uno “es mayor”, cuando estás ya promediando una edad en la que nadie duda de que sos un “adulto mayor”, como dice mi hija.
Sin embargo, comprendí que el amor maduro es aquel que tiene la templanza suficiente como para comprender tus estados de ánimo: el que saca de tu interior tu mejor versión; el que no juzga ni critica, sino que aporta y realiza.
Es ese amor que respalda en silencio y que hace ruido cuando la ocasión lo amerita, poniendo una música infinita, haciendo sonar cascabeles y sonidos de felicidad.
Es ése cuya presencia podemos sentir a pesar de estar a kilómetros, en otro país, con cientos de personas, haciéndote saber certeramente que está ahí: pleno, intenso, presente.
Es el que ahuyenta los miedos, enciende las luces, y conecta tu alma con lo mejor de la vida.
El que enciende los amaneceres y te abraza en el atardecer con ternura infinita.
Ese amor es maduro: no tiene los caprichos del amor chiquilín, infantil, adolescente, y puede vivirse a cualquier edad… porque aparece solamente cuando tu alma lo deseó, lo llamó y se preparó para recibirlo; tengas la edad que tengas.
Yo estoy feliz y plena viviendo un amor maduro, y aunque también tengo mi edad… este amor es posible en todos los momentos de la vida, sólo hay que “encontrarlo y dejarse ser encontrado”.
Permitámonos vivir “amores maduros”, tenemos ese derecho. No nos conformemos con menos.